jueves, 25 de marzo de 2010

Cenizas en Ticumán

Descendientes de cielos áridos, grises. Quietas palmeras condecendientes al silencio de las ramas rozando con el aire. Un viaje en carretera de colinas y cableados de luz; cálido el viento sobre el ventanal del automóvil advertiente de paz y rayos de luz acompañados de compases con el viento.
Naturalmente atravesamos colosales pastizales de soledad por caminos de la misma índole; nos cruzabamos con cuerpos marinos diminutos que bastaba con tan sólo atravesar un puente para perderlos de vista. Todo el trayecto vimos del cielo caer, a diferencia del agua, de una manera sutil y oscilatoria lluvia de cenizas, alrededor de los árboles y el negro asfalto.
Mi padre, cómo siempre, comenzó a contarme la historia del lugar; mencionó que cañaverales rodeaban la zona y que de ahí surgían las cenizas, pero no le creí.
Logré comprender lo que esta lluvia de carbón significaba, un montón de sueños destrozados que se escapan de las manos. Por que cuando uno más lo anhela, ese sueño es arrebatado por azares de la vida y jamás lo vuelve a encontrar. Son esos sueños, que ofuscados por los días llegan sólo restos a lugares tan desolados como Ticumán.

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