viernes, 25 de febrero de 2011

Quiahuitl

Hoy desperté con el tiempo encima para empezar el día, pero con poca prisa comencé con la rutina. Había amanecido nublado ese día pero como los anteriores, no había posibilidad alguna de que lloviera, lo había escuchado en la radio, así que tome un suéter ligero al azar para partir tarde a clases. No llegué tan retrasada como esperaba, había tenido suerte en llegar a la parada del autobús justo en el horario que sigue mi ruta, un horario bastante inestable diría yo; hay días que tarda no más de un cuarto de hora y otras decido caminar por las calles congestionadas de San Ángel y llegar aún más pronto que si esperara.
Una angustia inexplicable recorría mis manos, suelo presionar la coyuntura de mis dedos contra el pulgar hasta escuchar un crujido cuando estoy inquieta. No había razón aparente. No, no era porque el día anterior había tenido un reencuentro inesperado con un recuerdo. No, tampoco eran los reclamos acallados que se me habían confesado entre charlas nocturnas. Y no creo que tuviera relación con la ansiedad que me provocaba caminar en las calles después de caída la luna, tras un infortunio de mis cercanos que había sufrido un asalto con segundas intenciones. Nada de eso transitaba por mi mente ofuscada con nubes de incoherencia.
Tras esperar la última hora de clases matutinas, el nerviosismo aumentaba de manera exponencial, y la genética comenzó a también tomar partida en el asunto. Las manos comenzaron a temblarme, como cuando veo a mi abuelo intentar escribir y su Parkinson no lo lleva más que a la desesperación; suerte que yo aún escribo.
Terminé por salir decepcionada de mi clase, cuestionaba mi pertenencia en ese lugar, mis capacidades, mi posible Parkinson. Partí sin pensarlo más a comer, pues no tenía más de dos horas antes de la cátedra restante del día. En el autobús de regreso las piernas también comenzaron con la turbulencia involuntaria, que por más que intentara, no podía controlar. Las comisuras de mis uñas también comenzaban a resentir aún más mi histerismo, siempre he tenido esa manía, pero en cuanto mis labios detectaron humedad, seguida por un metálico sabor bermejo, sabía que tenía que parar.
De regreso a la escuela, tenía la cabeza vuelta un cajón de curiosidades, dónde vas almacenando cosas inútiles hasta que se vuelve imposible encontrar algo y en realidad no tienes, que te sirva, nada. El único comentario coherente que recibí por dentro fue el de pasar a la farmacia después de clase por esa cinta porosa que usan los doctores, que en realidad nunca le había encontrado utilidad alguna.
De regreso a casa, pensamientos bastante oscuros cruzaron un nudo en mi garganta, y obligaron a mis lagrimales a cumplir su función lubricante. De inmediato intenté borrarlo, seguido así de unas cuantas gotas en mi cuerpo que llamaron mi atención, -una llovizna- pensé. Seguí caminando intentando bloquear los sonidos de los pasos en la acera y los autos en desesperación por la poca fluidez del tráfico. Ya sentada en el eficiente transporte público, a lado de un estudiante de medicina que regresaba a su casa después de una jornada larga de prácticas y del otro lado una niña de no más de años curioseando en la bolsa del mandado de su madre, el abrupto sentimiento de inseguridad regreso. No, no era el hecho de que iban a atracar a los pasajeros del camión; tampoco la sensación de caminar en la oscuridad sola, vulnerable y sin nadie quien me esperara de vuelta. Era más bien la neurosis de que la farmacia ya iba a estar cerrada.
Bajé los escalones en mi parada y el colectivo arrancó antes de que mi pie estuviera completamente libre, casi me caigo, pero me alegro poder bajar antes del asalto; quizás el arma fue creada por esas nubes dentro, nunca lo sabré, ese tipo de delitos dejaron de salir en las noticias, se han vuelto el pan de cada día. Me calmó un poco ver la botica con las luces encendidas, me esperé a que el semáforo tornara rojo y crucé a toda prisa.
Noté la crítica en los ojos del cajero y resentí la desaprobación del médico a su lado, cuando vieron que enredaba el micropore alrededor de mis dedos, ahora no tan rojos; como si ellos no tuviesen manías.
Perdió importancia cuando al salir la llovizna era más bien una abundante precipitación inesperada, que refrescaba los aires de aquella ofuscada noche de una probable patología. Mi permeable atuendo terminó improductivo y ya el agua traspasaba sus fibras hasta tocar lentamente mi piel.
Y fue esa sensación, esa primera gota de agua, lo que en toda una jornada no había podido lograr. Una relajación absoluta que terminó por dominar la constante e inestable vibración de mis nervios. Fue esa brisa la que curó mi boca y mis manos, que disolvió el olor cobrizo del rastro de la sangre. El camino empedrado comenzó a cristalizarse en obsidiana y mis pies resbalaban en ocasiones pero en ninguna sin perder el control de mi propio cuerpo, todo lo contrario, al fin tenía manejo de mis piernas.
La lluvia iluminaba más las solitarias calles por las que tenía que transitar, o quizás las gotas en mis lentes reflejaban los destellos en mi camino. Comenzó a cesar el agua cuando estaba a unos pasos de mi casa, pero no había sentido la suficiente libertad como para dejarla ir dentro del aposento, así que decidí subir a la azotea para esperarme junto con la lluvia que las nubes se calmaran.
Me senté a la orilla del tejado, que da al patio trasero donde mi abuela conserva todo tipo de olores y colores, las adoraciones de su vida después de la muerte de mi abuelo. A lo lejos se alcanzaba a notar una luminiscencia provocada por algún reflector en un rascacielos, este me acompañó a notar el descenso de las últimas gotas, de las pocas que cayeron en mi cabello resbalando por mi espalda.
Un grito ahogado de liberación surgió de mi garganta, con la esperanza de que la sordera de mi abuela fuera suficiente para no despertarla. Tras una sonrisa irónica, voltee ver al cielo, negro de placer, de liberación y entendí que era momento de entrar a casa, cerrar la puerta y dormir un rato.
El crujido de metal junto con el tintineo de las llaves acompañaron a la luz apagada de las escaleras cuando con las manos mojadas logre cerrar la chapa de la puerta sin tiritar.