domingo, 15 de abril de 2012

Indicios de una noche

La madrugada nunca ha sido un buen momento para soluciones, con frecuencia, no trae otra cosa más que complicaciones. El sueño nos provoca toda una secuencia de sensaciones que nos invitan a la impulsividad, a la inconsciencia. A partir de media noche, las llamadas son inapropiadas, las confesiones burdas y las verdades inverosímiles. Son horas que pasan por la piel y la razón nunca las toca. Son incoherencia, son ineptitud.
Contigo nunca me ha molestado mi locura.
Hace tiempo que no encontrábamos la manera. Fue un desencanto progresivo por ambos bordes. Lo intentamos salvar, nunca podrás decir que no lo hicimos; era difícil develar la verdad, aceptarla. Podía ver cómo todo lo que habíamos construído se iba derritiendo entre mis manos y mientras se fugaba la memoria, florecía el olvido. Fue tan momentáneo; a la vez, muy evidente. 
La comunicación comenzó su descenso. Las apariciones eran menos frecuentes: físicas y mentales. Mi silencio fue prolongándose mientras tu paciencia se iba agotando, era cuestión de meses, días, horas; en cualquier instante, íbamos a claudicar. Me distraje, con todo y nada, conmigo y sin ti; perdí la vista y con ello, te estaba perdiendo a ti. Te sentí tan segura, tan eterna, sin sentirte viva, triste, abandonada por mí. Fue una ceguera voluntaria, pero jamás un daño intencionado."You caused it" sonaba al mismo tiempo que la noche se adentraba más. 
El silencio había cambiado de lugar y el tono de espera era todo lo que recibía de ti. Te marqué pasando ese límite de la cordura y todo colapsó; un destino inevitable que me hubiera gustado poder evitarlo por teléfono; no hubo otra opción. Dejé de contar mis súplicas cuando el eco de tu negativa comenzó a estrangular mi voz. El tiempo era medido por las personas que pasaban junto a mí y, con indiferencia, se preguntaban la razón de mi inquietud. Nunca había escuchado tu voz tan vacía, un 'no' tan sobrio. Con la mirada, recorrí mi entorno e intenté buscar un punto de consuelo: una esperanza. 
Tuve la intención de correr, hacia ti o a donde fuera. Mis palabras no alcanzaron, mis acciones habían hablado mucho antes. La oportunidad me había alcanzado antes de haber tomado la decisión, no pude hacerlo bien; mi movimiento se veía limitado sobre mi propio eje, después de tus palabras no supe a dónde moverme. Un par de risas logré que acariciaran un poco la congoja, momentos después, el fin había penetrado mis oídos; un frágil adiós.
Será una vida sin ti, difícil como lo fue antes. La sonrisa y el llanto siguen coincidiendo sobre el transcurso del día, aún no se organiza el sentimiento. Culpa, pena, alegría, catarsis; unas vienen acompañadas de la reiteración de mis tropiezos, otras con la esperanza de volverte a encontrar, de verte una última vez (o una primera). Te debo tantas de mis estructuras que existiría un vacío de no haberte encontrado. 
Escribo porque quiero dejarte sanar; hacer bien una última voluntad mutua. Busco evitarte un último y constante mal que es mi melancolía. No habrá disculpa más grande que mi silencio como reflejo del acatamiento a tu voluntad. Será compensación por haber callado cuando necesitabas escucharme: Callar cuando quiero gritar. 
Te dejo porque te amo. Porque te amo bien, te amo feliz y ahora, más que otorgar tu bienestar, te lo impido. Si las cartas aciertan, regresaré por ti y, sin pretensiones de tu espera, volveremos a ser como fuimos, como siempre serás en mi recuerdo: perfecta. Cerraré el libro un tiempo, con la esperanza de encaminar un poco mis pasos, que eventualmente me lleven a ti y que me alejen de ese pasado tan destructor. Dejarás de ser presente para convertirte en futuro y en mi línea final sólo buscaré encontrarte a ti; con la mirada fija en toda tú, en todo lo que eres, con todo lo que representas y significas. 
La madrugada implica la mezcla entre el sueño y la realidad. Por la mañana pensé que todo había sido producto de una inquieta fantasía, nada terminó; fue hasta que sobre mi piel encontré vestigios de luz de noche, de polvo de tristeza y frío de un adiós. 

jueves, 5 de abril de 2012

Se busca remitente.

Llevo más de una semana intentando escribirte algo, algo digno de ti. Quizá si supiera de dignidades sabría escribirte. Intenté dedicarte cartas pero no me sabía tu código postal, lo he ido preguntando por ahí pero a nadie parece importarle más el servicio postal. Viajé más de dos horas para dejarlas en la puerta de tu casa para descubrir que te habías mudado, ni siquiera dejaste rastro de tu paradero con tus detestables vecinos. Le sumé a mi trayecto un par de horas más para encontrarte a la salida del trabajo y sólo encontré tu puesto de estacionamiento vacío. Algún colega tuyo me dijo que te habían transferido, no me supo decir a dónde. Busqué en mi antigua agenda tu número de teléfono y sólo encontré un rayón, el papel y sus arrugas recordaban que no lo había borrado del todo tranquila, pero, en un pedazo de servilleta entre las hojas viejas de la libreta, encontré la dirección de tus padres.
Preparé las maletas para visitarlos y gasté un poco más de lo previsto en los pasajes, el transporte foráneo está excesivamente sobre valuado. Al llegar tuve que tomar un taxi pues el pueblo estaba cambiado, nuevos caminos y pavimentaciones por donde yo volteara. Al llegar, tus padres me recibieron con calor, siempre han sabido lo mucho que te he querido; no obstante, no supieron decirme dónde te podía encontrar (o no quisieron hacerlo). Insistieron de más en que te dejara las cartas con ellos pero con escepticismo de sus buenas intenciones les reiteré que yo tenía que ser la que te las entregara. Me despedí de tu madre y entró a la casa, tu padre me acompañó al pueblo a tomar mi camión de regreso. Me comentó de la oferta de trabajo que te había llegado después de tu transferencia pero que él nunca supo si la habías aceptado, fueron escasos los detalles que compartió; sin saberlo, no quería dejar de ser cómplice de tu desaparición.
Las cartas se iban acumulando conforme pasaban los días sin encontrarte, cada vez que viajaba a una de las sucursales de la supuesta empresa en la que trabajas tenía que dejar un poco de equipaje para que el papel no se arrugara en tan poco espacio. Por fin llegué a un edificio donde al parecer tenían tu nombre entre los empleados de nómina, pero la señorita del mostrador se negó a darme más información. Tuve que sentarme en la recepción esperando coincidir con tu horario de entrada o de salida; así estuve tres días desde que comenzaba la jornada laboral hasta que el vigilante cordialmente me sugería "regresar a mi hotel a descansar". Sólo que ahora mi tiempo no lo invertía en mi sueño sino en mis letras, que se seguían acumulando con tu nombre de remitente. Ya no sabía el orden que debían llevar los sobres, todas las fechas estaban inscritas dentro y a contraluz no se alcanzaban a distinguir entre tantas letras y tanto blanco.
Al cuarto día me encontré con el que perecía ser tu jefe, me comentó que habías tomado un permiso laboral y que, por falta de relación filial entre las dos, no tenía permiso de develar tu destino. Antes de que subiera al elevador, observando mis gestos de incertidumbre, me comentó que aunque tuviera el permiso no sabría a dónde encaminar mi búsqueda pues los empleados de tal jerarquía no estaban obligados a informar de sus actividades extra laborales. Me entregó una tarjeta y me señaló un número telefónico -quizá ahí te puedan ayudar- y siguió su camino burocrático en el ascensor.
Para ese entonces había tenido que comprar otra maleta para empacar las centenas de sobres que había sellado. Cada vez variaba más el tamaño y la textura de los mismos, no recuerdo cuándo comencé a añadirle objetos que te recordaran, canciones o viejos discos que solías escuchar; quizá uno que otro souvenir de los distintos hoteles en los que, en tu búsqueda, me había hospedado. Marqué un par de veces al número de la tarjeta sin obtener respuesta, fue hasta un último intento, ya casi con la derrota entre los dedos, que una voz áspera y ejecutiva dio fin a los tonos de espera. No supo contestarme cuando pregunté por ti, fue hasta que mencioné tu nombre completo que te pudo identificar, al parecer habías dejado de usar tu segundo nombre después de casada; me comentó que a él le gustaba más el primero y que a partir de ahí comenzaste a presentarte con la gente con ese nombre que antes tanto odiabas.
Para ser tu esposo sabía exactamente lo mismo que tu jefe, habías salido de vacaciones. No hubiera tenido que pasar por una plática incómoda de haber sabido que me diría exactamente lo mismo; sin embargo, a tu jefe no le podía detallar la relación que alguna vez llevamos. -Amigas de la infancia- le comenté sin intención de expandir mi explicación y con un tono dudoso negó saber a dónde te habías ido. Sólo le mencionaste que necesitabas descansar, salir de la rutina, le dejaste un nombre de hotel y fue lo único que también yo recibí. Cortamos la llamada sin formalidades, dos extraños que lo seguiríamos siendo a pesar el nexo en común: tú.
Obviaste la ciudad en donde te ibas a hospedar, o se me fue negada en la fugaz llamada. Afortunadamente, eran pocos los lugares que respondían a ese nombre. Tuve que, una vez más, usar mi obsoleto talento de investigación para lograr encontrarte. Tuve que prescindir de mucho equipaje pues además de que el espacio que el papel ocupaba era proporcionalmente mayor, mis hombros comenzaron a sucumbir ante el excesivo peso. Había que revisar cinco recepciones que pudieran tener tu nombre en la lista de huéspedes. Siempre he agradecido la invención del teléfono, esta vez no fue la excepción, si bien gasté un poco en ladas internacionales, me ahorré un par de pasajes.
Al fin te encontré en la base de datos que manejan esos hoteles internacionales gracias a un tal Daniel, un recepcionista muy colaborador. Me dijeron que estabas en su sucursal más reservada, en un bosque a un lado de una carretera vieja poco transitada; yo conocía bien esos rumbos, era el antiguo camino para ir a mi ciudad. Después de la aparición de la autopista, nunca me enteré de la construcción de ese hotel. Llegué con las manos llenas y la espalda ya fatigada, ahora entendía tu aversión al transporte público y tu obsesión porque me comprara un carro. Para mi mala suerte, tu registro de salida había sido minutos antes de mi llegada.
Rendida, decidí volver a casa, no sin antes, frustrada, abandonar todas las cartas a un lado del camino; eran el recuerdo de un fallido encuentro, uno que nunca sucedió. Decidí conservar la primera carta, la inaugural de toda esta travesía, la leería con añoro al llegar a casa y después la guardaría en el cajón con todas tus fotos, con todo recuerdo. El viaje de regreso fue corto y decepcionante, en retrospectiva, nunca escucharías esas palabras que con dulzura le dictaba por las noches a mi pluma. Caminé de la terminal a mi casa, el trayecto no era corto, pero era sólo yo y mi carta las que caminaban por las calles de aquella ciudad.
¿Cuál sería mi sorpresa? A media cuadra de mi hogar comencé a buscar las llaves en el bolsillo y al levantar la mirada para abrir, te encontré en el marco de mi puerta; con una maleta, con tu sonrisa, con tu segundo nombre, con tu añoro también. No pude más que estirar la mano y entregarte la carta. Abrí la puerta y con un gesto de manos te invité a pasar mientras tú, con delicadeza abrías el sobre con cuidado de no maltratar el papel. Arrastré con cuidado tu equipaje dentro de la casa y miré sobre las calles que una ventisca arrastraba la tierra y las ramas, sabía que no sufrirían distinta suerte las memorias de ese viaje.
Entré a la casa y cerré la puerta tras de mí.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Fue un encuentro breve, silencioso.

Se miraron a los ojos por primera vez

entre lo ajeno de la luminosidad,

las manos, entre albas, ya sabían el camino.


Era poco el tiempo, largo el descuido;

En contraria dirección, la cutánea necesidad

dirigía entre el cinto y el cuello

el recuento de los días, con frenético anhelo.


Tras silencio rencoroso, el súbito desapego

con el humor testarudo de filtrar las fibras;

entre las piernas no hubo permiso, que sin aviso

marchasen de la vereda a direcciones contrarias.


El adiós, con el viento de verdugo,

contra el afiance de la tela obstinada

fue acaeciendo del aroma impregnada

entre la noche, un recuerdo vago.


Un libro, un momento, tu voz.

No queda nada, ante la renuncia de caricias;

entre el silencio, se entiende la denuncia

del lejano eco del calor.

jueves, 14 de julio de 2011

Días en vela...

Es más de media noche y no logro cerrar las persianas, algo allá afuera me incita a evitar el contacto con las sábanas. Un par de rosas viejas, en la esquina de la habitación, han observado la calma de estas noches; una melodía que no susurra más que los sórdidos encuentros con tu ausencia.
Son pocas las cartas que encontré debajo de la almohada, todas las demás se han ido por innumerables fallas técnicas (desde la fragilidad del papel, hasta la memoria de corto plazo de mi computadora) a un abismo de posibilidades.
Han sido días confusos, eternos para la fragilidad de mis párpados. Aún sin lograr descifrar el origen las calamidades; escalofríos antes de dormir. Suelo encontrar reflejos de tranquilidad dentro de letras, pero últimamente, el consuelo llega por intravenosa.
A la orilla del amoratado mar de la herida, aún se encuentra el tacto de tus versos, como si hubiesen anidado en la cicatriz de tu presencia. No sé cómo borrar(te), suelo remitir(me) a los años y trasnochar por la esperanza del eminente enemigo de tu tiempo.
Regresaste y yo desnuda bajo el áspero susurro de la noche, que a gritos indica tu camino paralelo, para encontrar la debilidad de tus palabras: mi libertad.

Es tan indescriptible, si tan sólo supiera qué pasa aquí; sería tan fácil, como lo fue hace poco.

lunes, 9 de mayo de 2011

L'amore in acqua

Es esta sal, que al tenerte lejos, me sabe a tus besos.
estas húmedas pestañas, que pintan el color de tus aires.
aquél carmín impregnado de abandono, que opaca esta tez.
son las tempestades que desbordan el alma, frente a tu desenfreno.
-No me dejes nunca
-¿Por qué?

-¡¿Es acaso necesario de explicar?!
Vaya, es amor que brota de mis ojos.



(K<3)

miércoles, 27 de abril de 2011

Acá dentro me dicen que no, pero te miro


y ¿qué más remedio me queda?


ofuscada en la profundidad,


me arrastran tus olas al abismo de tus besos.

viernes, 25 de febrero de 2011

Quiahuitl

Hoy desperté con el tiempo encima para empezar el día, pero con poca prisa comencé con la rutina. Había amanecido nublado ese día pero como los anteriores, no había posibilidad alguna de que lloviera, lo había escuchado en la radio, así que tome un suéter ligero al azar para partir tarde a clases. No llegué tan retrasada como esperaba, había tenido suerte en llegar a la parada del autobús justo en el horario que sigue mi ruta, un horario bastante inestable diría yo; hay días que tarda no más de un cuarto de hora y otras decido caminar por las calles congestionadas de San Ángel y llegar aún más pronto que si esperara.
Una angustia inexplicable recorría mis manos, suelo presionar la coyuntura de mis dedos contra el pulgar hasta escuchar un crujido cuando estoy inquieta. No había razón aparente. No, no era porque el día anterior había tenido un reencuentro inesperado con un recuerdo. No, tampoco eran los reclamos acallados que se me habían confesado entre charlas nocturnas. Y no creo que tuviera relación con la ansiedad que me provocaba caminar en las calles después de caída la luna, tras un infortunio de mis cercanos que había sufrido un asalto con segundas intenciones. Nada de eso transitaba por mi mente ofuscada con nubes de incoherencia.
Tras esperar la última hora de clases matutinas, el nerviosismo aumentaba de manera exponencial, y la genética comenzó a también tomar partida en el asunto. Las manos comenzaron a temblarme, como cuando veo a mi abuelo intentar escribir y su Parkinson no lo lleva más que a la desesperación; suerte que yo aún escribo.
Terminé por salir decepcionada de mi clase, cuestionaba mi pertenencia en ese lugar, mis capacidades, mi posible Parkinson. Partí sin pensarlo más a comer, pues no tenía más de dos horas antes de la cátedra restante del día. En el autobús de regreso las piernas también comenzaron con la turbulencia involuntaria, que por más que intentara, no podía controlar. Las comisuras de mis uñas también comenzaban a resentir aún más mi histerismo, siempre he tenido esa manía, pero en cuanto mis labios detectaron humedad, seguida por un metálico sabor bermejo, sabía que tenía que parar.
De regreso a la escuela, tenía la cabeza vuelta un cajón de curiosidades, dónde vas almacenando cosas inútiles hasta que se vuelve imposible encontrar algo y en realidad no tienes, que te sirva, nada. El único comentario coherente que recibí por dentro fue el de pasar a la farmacia después de clase por esa cinta porosa que usan los doctores, que en realidad nunca le había encontrado utilidad alguna.
De regreso a casa, pensamientos bastante oscuros cruzaron un nudo en mi garganta, y obligaron a mis lagrimales a cumplir su función lubricante. De inmediato intenté borrarlo, seguido así de unas cuantas gotas en mi cuerpo que llamaron mi atención, -una llovizna- pensé. Seguí caminando intentando bloquear los sonidos de los pasos en la acera y los autos en desesperación por la poca fluidez del tráfico. Ya sentada en el eficiente transporte público, a lado de un estudiante de medicina que regresaba a su casa después de una jornada larga de prácticas y del otro lado una niña de no más de años curioseando en la bolsa del mandado de su madre, el abrupto sentimiento de inseguridad regreso. No, no era el hecho de que iban a atracar a los pasajeros del camión; tampoco la sensación de caminar en la oscuridad sola, vulnerable y sin nadie quien me esperara de vuelta. Era más bien la neurosis de que la farmacia ya iba a estar cerrada.
Bajé los escalones en mi parada y el colectivo arrancó antes de que mi pie estuviera completamente libre, casi me caigo, pero me alegro poder bajar antes del asalto; quizás el arma fue creada por esas nubes dentro, nunca lo sabré, ese tipo de delitos dejaron de salir en las noticias, se han vuelto el pan de cada día. Me calmó un poco ver la botica con las luces encendidas, me esperé a que el semáforo tornara rojo y crucé a toda prisa.
Noté la crítica en los ojos del cajero y resentí la desaprobación del médico a su lado, cuando vieron que enredaba el micropore alrededor de mis dedos, ahora no tan rojos; como si ellos no tuviesen manías.
Perdió importancia cuando al salir la llovizna era más bien una abundante precipitación inesperada, que refrescaba los aires de aquella ofuscada noche de una probable patología. Mi permeable atuendo terminó improductivo y ya el agua traspasaba sus fibras hasta tocar lentamente mi piel.
Y fue esa sensación, esa primera gota de agua, lo que en toda una jornada no había podido lograr. Una relajación absoluta que terminó por dominar la constante e inestable vibración de mis nervios. Fue esa brisa la que curó mi boca y mis manos, que disolvió el olor cobrizo del rastro de la sangre. El camino empedrado comenzó a cristalizarse en obsidiana y mis pies resbalaban en ocasiones pero en ninguna sin perder el control de mi propio cuerpo, todo lo contrario, al fin tenía manejo de mis piernas.
La lluvia iluminaba más las solitarias calles por las que tenía que transitar, o quizás las gotas en mis lentes reflejaban los destellos en mi camino. Comenzó a cesar el agua cuando estaba a unos pasos de mi casa, pero no había sentido la suficiente libertad como para dejarla ir dentro del aposento, así que decidí subir a la azotea para esperarme junto con la lluvia que las nubes se calmaran.
Me senté a la orilla del tejado, que da al patio trasero donde mi abuela conserva todo tipo de olores y colores, las adoraciones de su vida después de la muerte de mi abuelo. A lo lejos se alcanzaba a notar una luminiscencia provocada por algún reflector en un rascacielos, este me acompañó a notar el descenso de las últimas gotas, de las pocas que cayeron en mi cabello resbalando por mi espalda.
Un grito ahogado de liberación surgió de mi garganta, con la esperanza de que la sordera de mi abuela fuera suficiente para no despertarla. Tras una sonrisa irónica, voltee ver al cielo, negro de placer, de liberación y entendí que era momento de entrar a casa, cerrar la puerta y dormir un rato.
El crujido de metal junto con el tintineo de las llaves acompañaron a la luz apagada de las escaleras cuando con las manos mojadas logre cerrar la chapa de la puerta sin tiritar.